El columpio

Traté de regresar al parque una noche en que terminaba la semana pero, curiosamente, no lo encontré y me tuve a bien conformarme en el pasto de un prado triste. Digo que tuve a bien porque al menos el prado tenía estrellas de niebla que van bien con el café, el cigarro o ambos.

En eso estaba yo con el libro de siempre cuando traté de, esta vez, volver a casa. Caminando sin tanta prisa iba yo cuando a la vuelta di con el parque que había buscado antes. Aún tenía algo de tiempo y  nubes así que fui a sentarme un rato en la llanta encadenada que solemos llamar columpio. Lo hice sin mucha pena porque era de noche y ya no había niños que se espantaran con la obscenidad de remojar recuerdos en el café. Luego de mucho suavizar la memoria en mi taza tibia (los vasos de plástico hacen que el aroma se ensucie) caminé un poco por entre los juegos. Sabía que atravesando la calle había una iglesia así que reconocí su presencia para ignorarnos (como solemos hacer siempre las iglesias y yo) y seguir mi ronda. Iba cabizbajo dentro de un monólogo sobre las idas y venidas del mundo cuando tropecé con los pies de un hijo de los hijos de los padres de los árboles. Muy dormido y macilento porque ya sus historias los han olvidado pero fue una grata sorpresa hallarlo y salir un rato de los círculos del mundo.

Cuando regresé, no supe si noviembre ya había terminado o simplemente se congeló en el tiempo debido al último frente frío que sopló justo aquella noche. -Esto es una verdadera coincidencia- pensé. -Tal vez sea yo el que tiene las manos frías, o serán mis palabras tan raras que me dejan todas las noches desnudo-. El viento seguía soplando del norte.

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