Una copa de tierra
Hace mucho que ya no tomo el whiskey con hielo porque ayer se me descompuso el congelador. No es algo muy triste porque sin hielo la garganta se quema más rápido y termina por no doler cuando uno traga tantas estrellas. Justo ayer me platicaba de la inumerable cantidad de alfileres que conté en una estrella pequeña pasando las diez de la noche y me sorprendí de cuánto dolor cabe en tan minúscula cosa. Porque, digan lo que digan, las estrellas son diminutas: pequeños dolores de luz, insignificantes destellos de gas. Cachorros de incienso muertos hace muchos años. Por esa misma razón (su terquedad por picar los ojos con destellos petrificados) dejé de contar estrellas y empezé a contar mis pasos uno por uno solamente en las banquetas grises. Los cuento viendo hacia abajo perpendicularmente al piso. A veces levanto la cabeza si descubro algún perfume afrutado por el rabillo del ojo porque podría ser un pay de zarzamora y vale la pena descontar unos cuantos pasos por una rebanada. Si resulta una mentira embotellada, sólo continúo mi cuenta. Una vez llegué a más de 150 mil pasos. No recuerdo exactamente cuántos pero sí recuerdo que eran más que las estrellas que se ven en las noches claras de ciudad (es decir: todas). Esa tarde en que terminé de contar mis pasos ya estaba en casa y abrí la puerta donde duerme el whiskey pero primero saqué un vaso pequeño como de postre individual y quise servirme 2 hielos como manda el doctor. Recordé entonces que se me había descompuesto el congelador y que yo hace muchos años ya no me sirvo otra cosa de beber más que arena.
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