Ay, Bartolo
-¡Ay, Bartolo, siempre me haces llorar!- Le dije a mi gato que, sosegado, me miraba sin ver como hacen siempre los gatos.
Sé que él sabía que se equivocó porque conozco a Bartolo de hace muchos años y simplemente le faltan las glándulas para sentirse mal. No es su culpa. Es cosa de diseño.
Seguí tomando café y escribiendo mientras el félido olvidó su languidés para acercarse a mi guitarra. La devoró de vista, se acurrucó al lado y parecía volver a echarse cuando salto sobre la mesa
dentro de la taza de café. Parecía bailar ahí. Quedaba un sólo sorbo, un "poquito" de esos que uno guarda hasta el final para perpetuar el tiempo.
Bartolo es pequeño y redondo. Es amarillento y feliz aunque no lo parezca. Cabe perfectamente dentro de un sorbo de café y parece disfrutar de las manchas sepiosas que lo adornan luego de sus camorreos entre las tazas. Suele pasearse frente al sol y se tira panza arriba con su sonrisa apagada de gato yélico. Retuerce sus paturrias, las estira y las limpia con cuidado tratando de no borrar sus manchas.
Un buen día, tres manchas jamás se quitaron y se le veía ufanísimo caminando con la colita muy parada y las orejas al aire. Era un gato nuevo, de más mundo. Tres semanas después (o sea: hoy), Bartolo me ayudó a rascarme un piquete de mosco en la pierna pero lo hizo con su poder de pequeño león y me quedé con sendos zurcos de rezumo carmesí. Hace más de veinte años que dejé de quejarme mucho por dolores (siempre quise parecerme a mi padre) y sólo volteé rápido asustando a Bartolo que corrió a echarse al sillón. Miré las líneas y tomé el color con los dedos para comerlo. -Se desperdicia.- pensé. En ese momento justo fue cuando noté los portarretratos que hacía más de un mes me negué a ver para cuidar mi taquicardia. Eran fotos de mi vida pasada. Sin más remedio tuve que pensar y recordar. Pura mala costumbre: pensar y pensar, y recordar y recordar. Justo entre un pensamiento y el siguiente recuerdo noté la garganta apretada obedeciendo al líquido salado de mis ojos. -No son lágrimas- le dije a Bartolo para que no se preocupara de más. -Me dolieron tus rasguños pero te perdono.- me contesté a mí mismo. Bartolo seguía con su vista inmóvil de taza de café. -¡Ay, Bartolo, siempre me haces llorar!- le dije mientras él, sosegado, me miraba sin ver como hacen siempre los gatos.
Sé que él sabía que se equivocó porque conozco a Bartolo de hace muchos años y simplemente le faltan las glándulas para sentirse mal. No es su culpa. Es cosa de diseño.
Seguí tomando café y escribiendo mientras el félido olvidó su languidés para acercarse a mi guitarra. La devoró de vista, se acurrucó al lado y parecía volver a echarse cuando salto sobre la mesa
dentro de la taza de café. Parecía bailar ahí. Quedaba un sólo sorbo, un "poquito" de esos que uno guarda hasta el final para perpetuar el tiempo.
Bartolo es pequeño y redondo. Es amarillento y feliz aunque no lo parezca. Cabe perfectamente dentro de un sorbo de café y parece disfrutar de las manchas sepiosas que lo adornan luego de sus camorreos entre las tazas. Suele pasearse frente al sol y se tira panza arriba con su sonrisa apagada de gato yélico. Retuerce sus paturrias, las estira y las limpia con cuidado tratando de no borrar sus manchas.
Un buen día, tres manchas jamás se quitaron y se le veía ufanísimo caminando con la colita muy parada y las orejas al aire. Era un gato nuevo, de más mundo. Tres semanas después (o sea: hoy), Bartolo me ayudó a rascarme un piquete de mosco en la pierna pero lo hizo con su poder de pequeño león y me quedé con sendos zurcos de rezumo carmesí. Hace más de veinte años que dejé de quejarme mucho por dolores (siempre quise parecerme a mi padre) y sólo volteé rápido asustando a Bartolo que corrió a echarse al sillón. Miré las líneas y tomé el color con los dedos para comerlo. -Se desperdicia.- pensé. En ese momento justo fue cuando noté los portarretratos que hacía más de un mes me negué a ver para cuidar mi taquicardia. Eran fotos de mi vida pasada. Sin más remedio tuve que pensar y recordar. Pura mala costumbre: pensar y pensar, y recordar y recordar. Justo entre un pensamiento y el siguiente recuerdo noté la garganta apretada obedeciendo al líquido salado de mis ojos. -No son lágrimas- le dije a Bartolo para que no se preocupara de más. -Me dolieron tus rasguños pero te perdono.- me contesté a mí mismo. Bartolo seguía con su vista inmóvil de taza de café. -¡Ay, Bartolo, siempre me haces llorar!- le dije mientras él, sosegado, me miraba sin ver como hacen siempre los gatos.
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